Sin fe ante la guía de Dios

Sin fe ante la guía de Dios

Pozo, el cual cavaron los señores. Lo cavaron los príncipes del pueblo, Y el legislador, con sus báculos. Del desierto vinieron a Matana, y de Matana a Nahaliel, y de Nahaliel a Bamot; y de Bamot al valle que está en los campos de Moab, y a la cumbre de Pisga, que mira hacia el desierto.

Números 21:18–20, RVR60

Subió Moisés de los campos de Moab al monte Nebo, a la cumbre del Pisga, que está enfrente de Jericó; y le mostró Jehová toda la tierra de Galaad hasta Dan, todo Neftalí, y la tierra de Efraín y de Manasés, toda la tierra de Judá hasta el mar occidental; el Neguev, y la llanura, la vega de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Zoar.

Deuteronomio 34:1–3, RVR60

Los textos bíblicos mencionados anteriormente nos procuran una lección viva, terrible, por el contraste que ponen ante nosotros entre dos miradas, iguales pero distintas, del pueblo de Israel y su noble guiador, Moisés, en los días de su peregrinación hacia la tierra prometida.

Dos miradas ante la fe

Consideremos, primero, al pueblo mirando desde su altura del monte a la tierra que se extiende ante sus ojos. Han descansado por un tiempo en el hermoso oasis del Pozo del Vidente, gozando las perspectivas de un paisaje al fin del cual, en la línea del horizonte se perfila el monte Pisga, al otro lado del cual, ya cerca, se halla la patria que Dios les destinó de antiguo: una tierra que fluye leche y miel, por sus rebaños y sus abejas.

La bandera del campamento se ha puesto en marcha en ansias de altura. Todo el pueblo la sigue. Es penosa la ascensión, pero al fin de la escalada verán sus ojos la gloria de una mañana feliz, y con esfuerzo y sudor ascienden llenos de esperanza. Han llegado a la cumbre y miran. Más, ¿qué ven? Jeshimon, es decir, el desierto de nuevo, la triste estepa otra vez.

Olvidémosles por un minuto para pensar en Moisés, ayudados por los textos leídos en segundo lugar. Obediente a la llamada de su Señor, el siervo escala con trabajo la alta montaña. Ya llegó. Ya está mirando. Y, ¿qué ve? Las glorias soñadas, esperadas, deseadas por cuarenta largos y penosos años. ¿Cuál será la razón de la distinta visión? ¿Por qué Israel vio el desierto y Moisés las hermosas vegas?

Porque el pueblo miró cerca y bajo, mientras su legislador miraba lejos y alto, simplemente por eso. Israel sin fe, Moisés con fe y he ahí la lección en esencia para nosotros. Pero, pasemos a estudiarla más atentamente y al detalle …

Mirando sin fe a las promesas de Dios:

Así miraron los pueblos de la Tierra y miran hoy las naciones a Dios, a su Palabra colmada de amonestación y promesa. Por esto, cuando desean alegrar sus ojos con la visión de la Paz, ven ante si de nuevo, como ayer, como siempre, el desierto sin promesas de descanso y progreso verdadero.

Los pueblos miran bajo, a sus posesiones, sus ejércitos, sus sabios, y miran cerca, a sus pies, a su día presente, no hacia la altura de Dios y al mañana con Él. «Sin visión, el pueblo perece», dice la Santa Escritura. Y no hay más visión que el paisaje falaz del desierto para los pueblos que no alzan su mirada al Cielo. Por esto, precisamente, al fin de una terrible guerra como la Segunda Guerra Mundial, los estadistas sueñan como si fuese la última, para resultar en la preparación de otra.

Solamente la fe en Dios traspasará la horrible montaña, pero el hombre mira ante sí, no hacia el Todopoderoso.

El mirar sin fe de los cristianos, sin verdadera comunión con Dios:

Es vivir una experiencia triste. «Yo pensaba—dicen—que aceptar a Cristo sería la paz perpetua, el gozo continuado y la victoria para siempre. En vez de esto veo que la prueba me rodea de continuo y al enemigo acorralando a mi alma». De ahí las vidas desmayadas, las manos inactivas y las congregaciones sin progreso.

Mirar bajo y cerca es ver a Jeshimon. Cuando se mira alto, a las promesas de Dios, puede verse la línea de plata del Jordán y cerca ya, la Ciudad de las Palmas, es decir, el gozo de la victoria segura un día. Porque no miramos lejos, al triunfo del Reino de los Cielos, no podemos gozar la visión de las almas salvas redimidas por la potencia de Dios, el Señor que ha de ganar la última batalla.

La mirada que ve la paz:

Moisés pudo ver el cumplimiento de las promesas de Dios y durmió en los brazos de su Señor, gozoso por haber conducido a Israel hasta la frontera de la tierra prometida. Porque no miró con la mente, sino con la mirada del espíritu en el Espíritu de Dios.

Cuando Cristo desde lo alto de su cruz lanzó su grito de victoria: «¡Consumado es!», fue su exclamación como si hubiese dicho: «¡Veo la victoria en Dios!». Mirando como él, los cristianos veríamos a los millones salvos por la promesa y el poder del que lo ha prometido (anécdota: en el libro de El Peregrino, Prudencia pregunta a Cristiano: —¿Qué te libró de desmayar en el camino hacia la Casa Hermosa? Y él le responde: —Lo que vi en la Cruz, lo que vi en mi túnica hermosa y lo que leí en el rollo escrito que guardo en mi pecho. Cuando Cristiano y Esperanza llegan a las Montañas de Delicias, tras las pasadas dificultades, gozan la visión de las Puertas de Oro de la Celestial Sión, pero no antes. Primero la lucha, luego la corona; sin cruz no hay corona, ni para Cristo).

Tras los días de guerra se gozan los días de la paz. La primavera es tan hermosa porque viene después del invierno. Los conflictos, las pruebas, son invitaciones a la escalada por la providencia divina, para que, luego gocemos de la radiante visión de la paz de mañana.

Adelante con Fe

Hoy, ante nosotros, está el deber de la siembra y de la lucha, del trabajo duro y la ruda batalla de fe. Pero si alzamos los ojos, si los fijamos más allá … lejos … fiando en Dios, veremos que su índice señala a la cosecha de doradas espigas y a los laureles de una gloriosa victoria.

El desierto está, sí, todavía, ante nosotros; pero ya cerca, un poquito más allá, ¿no vemos brillar el hilo de plata del Jordán, tipo de nuestra consagración a Dios; y más allá, la ciudad de las palmas cuyos muros caerán a nuestro grito de fe, y más allá a los cananeos vencidos? ¿No es ésta la promesa de Dios? ¿O es que él puede equivocarse cuando nos promete la victoria si solamente le permitimos que dirija nuestras batallas?

¡Adelante!, pues que «los carros del Señor son veinte mil, y más millares de ángeles; el Señor en medio de ellos. como en el Sinaí», como dice en su Palabra Santa.

No miremos cerca, a nosotros y a lo que ven los ojos del hombre: veamos más alto y más lejos, a Jehová de los Ejércitos, al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, alabado por los querubines que le celebran con su «¡Santo, Santo, Santo, Jehová de los Ejércitos. Toda la Tierra está llena de su gloria!». Esta visión fue para Isaías la seguridad de la victoria y el grito de llamada a seguir luchando y testificando. Su «¡Heme aquí; envíame a mí!» sean hechos nuestros en este día.

Autor: Vila Samuel

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