La motivación en la evangelización

La motivación en la evangelización. La gran mayoría de creyentes no evangelizamos, al menos como deberíamos. Y nuestra falta de evangelización va contra toda lógica. Razones poderosas no nos faltan para que evangelicemos. Hemos recibido el mandato de parte de Jesús, a quien decimos que seguimos y obedecemos. Nuestros vecinos y compañeros van camino a la perdición y nosotros tenemos en nuestro poder el enseñarles el camino de salvación. Dios nos ofrece por su Espíritu todos los recursos espirituales que necesitamos.

Por lo tanto estamos sin excusa si no evangelizamos, y sin embargo tantas veces no lo hacemos. ¿Qué nos pasa?
En este capítulo intentamos plantear dos niveles del problema. Primero: estudiamos las motivaciones que deberíamos tener para la evangelización. Segundo: pasamos de un nivel académico a un nivel vivencial al preguntar qué clase de encuentro con Dios necesitamos si estas motivaciones van a ser algo más que teoría.

La motivación correcta en la evangelización es de suma importancia porque determina nuestros objetivos, nuestro mensaje y nuestros métodos. Más aún, es cuando somos motivados por una comprensión adecuada del significado auténtico de la evangelización, que comprendemos que no estamos llamados a evangelizar como «pasatiempo» cristiano, sino como una meta que debe apasionarnos y envolver todo el significado de nuestra vida en la tierra.

La obediencia es una motivación en la evangelización

De entre las varias motivaciones que podríamos tener en la evangelización destaca en primer lugar la obediencia. Nuestro Señor nos lo manda –de hecho fue su último mandato– y puesto que somos sus discípulos y reconocemos su señorío en nuestras vidas, evangelizamos porque acatamos lo que Él nos dice.

Por supuesto no podemos separar la obediencia del amor a Cristo. Le obedecemos porque le amamos (Juan 14:21, 23) y por lo tanto proclamamos el Evangelio (2 Corintios 5:14–15). Si no le obedecemos –esto es en el caso de no evangelizar– no tenemos derecho de decir que le amamos.

Sin embargo, la obediencia no es suficiente como motivación. Si sólo evangelizamos por sentido de obligación y sumisión, nuestra evangelización será forzada, carecerá de entusiasmo y humanidad. En cambio, si va a ser espontánea y real, si va a superar el legalismo y ser realizada con gozo, necesitamos dejar de mirarnos a nosotros mismos, y a nuestro deber, y abrir los ojos ante el mundo que nos rodea y amarlo como Cristo lo amó.

La compasión es otra motivación en la evangelización

Si es auténtica la presencia del Espíritu de Cristo en nosotros, empezaremos a sentir lo que Cristo sentía: una gran compasión por las personas que le rodeaban (Mateo 9:36; 2 Pedro 3:9). Fue porque Dios amaba al mundo que envió al Hijo; y es porque el Hijo ama al mundo que nos envía a nosotros.

El amor a la gente y la compasión por su condición espiritual son motivos fundamentales, pues, en nuestra evangelización (Romanos 1:14–16; 9:1–3; 2 Timoteo 2:24–26). No obstante, en nuestras actitudes hacia los no creyentes debemos distinguir entre un sentimentalismo sin fundamentos y una compasión bíblica.

Aquél nos llevará a devaluar el Evangelio por temor a perder la amistad de nuestros amigos, o por no querer ofenderles con doctrinas «fuertes»; ésta nos llevará a declarar todo el consejo de Dios sin suavizar las exigencias del Evangelio, a pesar de lo que pueda costarnos de rechazos o críticas.

Dicho de otra manera, la compasión, si no es encauzada por otra motivación mayor, nos llevará al sentimentalismo y a una evangelización «antropocéntrica» (v. cap. III).

Si la obediencia pone el énfasis en nosotros mismos y la compasión contempla la condición de nuestros prójimos, necesitamos en adición una tercera motivación que ponga nuestra mirada en Dios mismo, y así encauce bien estas otras dos motivaciones.

Otra motivación en la evangelización es el amor al nombre de Dios

Lo que, más que cualquier otra consideración, debe impulsarnos a la evangelización es el amor a Dios y a su nombre; o sea, el celo por su honor, reputación y justicia en este mundo. La evangelización es ante todo la proclamación de quién es y cómo es el Dios verdadero (Isaías 42:6–8; 45:5–7; 45:20–23) y lo que Él ha hecho en Cristo. Es, por lo tanto, una manera de exaltar a Dios, de glorificarle.

Este mundo que pertenece a Dios por derecho de Creador (Salmos 24:1–2; 89:11; 102:25; 104:24; Apocalipsis 4:11) y por derechos de Redentor (1 Pedro 1:18–19) ha sido usurpado por el «Príncipe de este Mundo» (1 Juan 5:19) a través de los hombres rebeldes (Salmos 115:16). Cristo vino a la tierra para restaurar el «Reino de Dios» en ella por la redención de los hombres en la cruz, ofreciéndoles así una salvación que consiste precisamente en la restauración de la relación con Dios que el hombre perdió por su rebelión.

La salvación del hombre y el reconocimiento del Reino de Dios, son, pues, dos caras de la misma moneda. Al proclamar el Evangelio no contribuimos solamente a la salvación de la gente, sino también al reconocimiento de la soberanía de Dios en un mundo que le rechaza. Más importante que el beneficio personal que alguien recibe a través de la conversión es la vindicación que su conversión manifiesta del gobierno de Cristo y de los derechos supremos y absolutos de Dios.

Por la evangelización mostramos que deseamos que «venga su reino» (Mateo 6:9–10).

Por la evangelización no sólo ofrecemos una salvación personal a nuestro prójimo, sino que libramos una batalla contra las huestes del mal y contra el falso rey de este mundo que ha engañado y cegado a la gente y cuyos propósitos son la destrucción de la creación (Apocalipsis 11:18), ya que ella proclama la gloria de Dios (Salmos 19:1), y la destrucción de la humanidad, ya que fue creada a la imagen de Dios (Génesis 1:26).

Todo hombre «inconverso» no sólo necesita la salvación por razones personales sino porque su propia inconversión es un atentado contra los derechos de Dios y Su gloria (Isaías 43:7).

Por la evangelización no sólo restauramos al hombre perdido, sino también contribuimos a que la gloria de Dios sea reconocida en este mundo. Por lo tanto, Su gloria debe ser la gran motivación detrás de nuestro testimonio.

Dicho de otra manera, si nosotros sabemos que Dios es el que tiene derechos supremos y absolutos en este mundo ¿no nos duele cuando alguien afirma que Dios no existe, o que no le importa que Dios exista o no, o que Dios no es justo? Todas estas mentiras, engaños, ideologías erróneas, argumentos falaces, actitudes de indiferencia o escepticismo… ¿no nos llenan de la misma indignación que la idolatría de Atenas al apóstol Pablo? ¿no se nos enardece el espíritu viendo la sociedad entregada a todo menos a Dios? (Hechos 17:16).

Si toda la intención de Dios y todos sus propósitos en nuestro mundo van dirigidos hacia la salvación del hombre y la consecuente restauración de Su gobierno por medio de la redención en la cruz y la glorificación de Cristo, ¿no nos preocupa saber que dos mil años después de la muerte y resurrección de Cristo al menos la tercera parte de los hombres nunca han oído hablar de Jesús y otra tercera parte no tenga la más íntima idea de lo que Dios ha realizado a través de El, mientras la mayoría de los hombres restantes han rechazado el camino de la salvación y siguen regidos por unos principios que sólo dan gloria al Príncipe de este mundo?

Es cuando comprendemos esta perspectiva de lo que es la evangelización, que nuestros corazones reciben un fuerte impulso a la intercesión y a la evangelización. Lloraremos al ver la indiferencia y el desprecio de la gente ante los derechos absolutamente legítimos de Dios. Como el mismo Señor Jesucristo nos consumiremos por el celo de Dios (Juan 2:17), de tal forma que desearemos ver en cada sector y estamento de la sociedad y en cada país del mundo un grupo de personas que se desviva por mostrar, mediante sus vidas transformadas y su testimonio verbal, quién y cómo es Dios y lo que es el hombre, tanto en su rebelión como en su potencial de salvación. Repetir las peticiones de las primeras líneas del Padrenuestro y no evangelizar activamente es ser inconsecuente.

La evangelización que se centra en la necesidad de los hombres lleva a la frustración y al sentido de fracaso (y de culpabilidad) cuando no vemos «resultados». Por otra parte la evangelización que se centra exclusivamente en la gloria de Dios sin sentir ninguna compasión por los hombres es una evangelización fría, dura, arrogante e inhumana. Nos hace falta un equilibrio: un celo por el nombre de Dios y un amor entrañable hacia los hombres. Y es este equilibrio lo que debe determinar nuestro comportamiento y nuestra metodología.

La ultima motivación en la evangelización es una visión de Dios

Sin embargo, es perfectamente posible tener un conocimiento teórico de cuáles deben ser nuestras motivaciones –y hasta criticar a los que evangelizan por motivos desequilibrados– ¡y luego no evangelizar! Una cosa es saber cuáles han de ser nuestras motivaciones, otra es vivir por ellas.

Si miramos el Antiguo Testamento vemos que los grandes evangelistas (Moisés, los profetas) eran hombres que tuvieron un encuentro poderoso con Dios. Si luego hablaron en nombre de Dios, es porque la visión celestial había sido tan abrumadora que no les cabía otra opción. Moisés y Jeremías por ejemplo, eran personas tímidas que rehuían la responsabilidad de comunicar el mensaje de Dios; pero la realidad de Dios venció su timidez. Fue a continuación de su visión del Señor en el templo que Isaías sintió el impulso de ofrecerse como portavoz de Dios.

Podemos deducir, por lo tanto, que nuestra falta de motivación en la evangelización es demostración de una falta de contacto vital con Dios. Es cuando Dios irrumpe en nuestra vida que no podemos por menos que hablar de Él, hablar en su nombre.
Pero…

¿Cómo es posible que un creyente no conozca la realidad de la presencia de Dios?

Aquí creo que debemos decir dos cosas:

En primer lugar, tal y como vimos en el capítulo anterior, si un creyente no conoce la realidad abrumadora de Dios en su experiencia diaria es porque no anda según el Espíritu Santo. Es a través del Espíritu que la experiencia «aislada» de los grandes siervos de Dios del Antiguo Testamento viene a ser la experiencia común del creyente en Jesús (Hechos 2:17–21). Conocemos a Dios –entramos en contacto vital con Él– a través del Espíritu. Y –¡vaya coincidencia!– es a través del Espíritu que somos capacitados para la evangelización (Hechos 1:8).

En segundo lugar, siempre existe una relación entre la santidad de vida y la presencia de Dios. El pecado siempre crea barreras entre nosotros y Dios. Si estamos viviendo en pecado, sin permitir que Dios nos escudriñe el corazón para que lleguemos al arrepentimiento, no habrá un conocimiento real de la presencia de Dios, y como consecuencia no habrá un estímulo vital a la evangelización.

He observado en mi propia experiencia que hay una relación directa entre la victoria sobre el pecado (o la confesión de pecado) y el poder evangelístico. Si, pues, no evangelizamos como deberíamos, no es en primer lugar por falta de una motivación teórica, sino por estar en una condición espiritual lamentable: nos falta la realidad de Dios en nuestras vidas; no andamos en el Espíritu; ni luchamos contra el pecado.
No pensemos, si nos encontramos en tal estado, que lo que nos falta es una nueva «técnica» evangelística. Lo que nos falta es arrepentimiento y renovación de nuestro compromiso con Cristo.

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Burt, D. F. (2005). Manual de Evangelización para el Siglo XXI: Guía para una siembra eficaz (3a Edición, pp. 25–30). Barcelona: Publicaciones Timoteo;Publicaciones Andamio.

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